A Victim, A Soldier, An Activist: Memorias de protesta | Memories of Protest

Posted on Mar 24, 2014

A Victim, A Soldier, An Activist: Memorias de protesta | Memories of Protest

By Salomón-G. Díaz-Valencia
Translated by Mark Connolly

Bien decía Rousseau: “Ofrecemos nuestros sentimientos cuando hablamos y nuestras ideas cuando escribimos”1. Las ideas se transforman cuando adquirimos la capacidad de analizar diferentes perspectivas. Quizás por causas del destino nací en un país en el que la guerra civil subyugaba y aun hoy no encuentra su fin. He vivido ahí la mayor parte de mi vida. La memoria más fuerte y clara que guardo de mi niñez se remonta a cuando yo tenía 4 años. Mi padre tenía un taller de electrónica en un local que era parte de la casa. Un día cualquiera estaba en casa con mis padres y mis 9 hermanos, ésta quedaba en el centro de una ciudad llamada Popayán. De pronto se escucharon explosiones en la calle, gritos de mucha gente, gran alboroto que se aproximaba a mi casa; yo estaba jugando en el piso y quise salir a mirar lo que pasaba pero alguien no me permitió llegar hasta la puerta…yo logaba ver muy poco desde la sala, donde esperaba impaciente con mis hermanos para saber lo que pasaba, segundos después una estampida de personas corría desesperadamente por las calles en medio de cortinas de humo, (años después supe que se trataba de estudiantes universitarios en una protesta), un grupo de ellos se entró a mi casa, todos muy agitados buscando refugio, algunos con piedras en las manos, ellos, con la ayuda de mi padre, cerraron todas las puertas y ventanas de la casa. Se escuchaba las botas de soldados que marchaban al mismo compas. Dentro de mi casa apagaron las luces mientras se escuchaban susurros, lamentos y llanto de algunos estudiantes que habían sido golpeados y el de mis hermanos asustados; recuerdo secuencias de imágenes, como si se tratara de una película, las voces en la oscuridad mandaban a callar… “shhhhh cállense” y una voz desde un rincón del cuarto preguntaba “¿Por qué?”, “cállense” susurraba alguien y mi voz preguntaba de nuevo “¿Por qué?”.

“No puedo respirar” empezó a decir alguien en el cuarto semi-oscuro, poco después, en medio del terror, me di cuenta que la garganta y los ojos me picaban, yo tampoco podía respirar…mis hermanos lloraban, nubes de “humo” se habían filtrado por los intersticios de las puertas y ventanas, era gas lacrimógeno, mi mama corría desesperada con toallas mojadas tratando de ponerlas en las narices de su preciada colección de hijos, de los diez pequeños yo era el menor, pese a la poca luz, descubrí por primera vez que mi madre y mi padre también “sabían llorar”, nunca lo hubiese imaginado… a mi mamá las lágrimas le brotaban de manera desbordante por los ojos, como arroyos desatados  que desembocaban en su pecho; yo necesitaba aire,  y no entendía por qué mi mamá me ponía esa toalla mojada en el rostro… hasta creí por un instante que trataba de matarme, pero no entendía por qué,  nada tenía sentido, años después supe que se usan toallas húmedas con el fin de filtrar el aire y el gas lacrimógeno.

Podríamos decir que este tipo de protestas se repetían de vez en cuando, cada dos o tres años, pero en particular, 15 años más tarde en agosto de 1989, cuando los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, se tomaron la torre central de la facultad de medicina, en protestaban por la privatización de la institución, yo prestaba servicio militar obligatorio. Ese día me sorprendí a mí mismo avanzando con fusil en mano, marchando al mismo compas con otros 500 soldados, disparando gases lacrimógenos y decididos a derrumbar las barricadas de pupitres que los estudiantes habían levantado para que no los sacáramos del edificio. Esta vez yo tenía una máscara antigases que apenas me permitía respirar. Yo creía que los estudiantes eran delincuentes que se oponían a un gobierno justo.

Sólo un par de años más tarde, en 1991, siendo estudiante de ingeniería Civil en la Universidad del Cauca, aprendí sobre la construcción de represas, carreteras y puentes, pero también, aprendí a construir barricadas con los cientos de pupitres que sacábamos de los salones de clase. Erguíamos  represas contra el ejército que trataba de desalojarnos del claustro de Santo Domingo… “ellos”, cumplían órdenes; “nosotros” actuábamos en protesta contra las nuevas políticas gubernamentales, y en defensa de la educación pública les arrojábamos de vuelta sus propias bombas lacrimógenas, seguidas de unas cuantas piedras. Defendíamos el ideal del derecho a Universidad Pública. Yo creía que los soldados eran unos salvajes ignorantes que obedecían órdenes sin pensar en las reales consecuencias.

En este momento de mi vida, mi corazón sigue sufriendo por las injusticias, y penas que azotan mi país de origen, sin embargo, si alguna cosa agradezco al destino es que, hoy no soy yo quien firma papeles para despojar al pueblo de sus derechos fundamentales, ni soy yo el que ordena enfrentamientos entre soldados que sólo cumplen ordenes, en algunos casos contra estudiantes que luchan por causas dignas; ni soy yo el que coordina operativos inhumanos que atentan contra integridad de ciudadanos viejos, jóvenes y hasta niños, que bien podría ser uno de nosotros. Tristemente ahí todavía hay gases en el aire, susurros, lamentos, la sangre corre, la guerra no ha terminado.

La vida me ha llevado a ocupar diversas posiciones en este gran juego. He sido el niño agredido, el soldado que defiende su patria agrediendo a su pueblo y el estudiante que lucha por el derecho a una educación. Ahora en Milton Academy, vivo una nueva experiencia, aquí los gases lacrimógenos son desconocidos y los estudiantes no necesitan defender sus derechos arrojando piedras o sujetando fusiles. Creo que las prioridades en esta comunidad son muy diferentes; hay nuevas perspectivas de conciencia donde aprender a usar la pluma, en armonía con la justicia, puede traer grandes soluciones a los problemas sociales.

Salomón-G. Díaz-Valencia,
modern languages faculty

1. Rousseau, Jean J. dans, Essai sur l’origine des langues,…«L’on rend ses sentiments quand on parle et ses idées quand on écrit»

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Rousseau said it well: “We offer our feelings when we speak and our ideas when we write.”1 Ideas are transformed when we acquire the capacity to analyze different perspectives. Perhaps for reasons of destiny, I was born in  a country entangled in a civil war that carries on even today. I have lived there for most of my life. The strongest and clearest memory I have of my childhood dates back to when I was four years old. It was a day like so many others. I was at home with my parents and my nine brothers and sisters. Our house was in the center of a city called Popayán. My father had an electronics workshop in part of the house. All of a sudden we heard explosions, shouts from the street, a great uproar approaching my house. I was playing on the floor, and I wanted to go see what was happening, but someone would not let me past the door. I managed to see a little from the living room, where I waited impatiently with my brothers and sisters. Seconds later, a stampede of people ran desperately through the streets through curtains of smoke. (Years later I learned that they were university students involved in a protest.) A group of them entered my house, all of them agitated, worked up, looking for refuge. Some had rocks in their hands, and with my father they closed all the doors and windows of the house. We heard the sound of soldiers’ boots marching on the pavement. Inside they turned off all the lights. The students had been beaten. Their whispers, shouts and cries combined with the same sounds from my frightened brothers and sisters. I recall sequences of images, as if it were a movie—voices in the darkness telling us to be quiet. My voice from a corner of the room asked “Why?” “Be quiet,” whispered someone, and my voice whispered, “Why?”

“I can’t breathe,” someone started to say in the semi-dark room. A bit later, in the middle of the terror, I realized that my throat and eyes burned and that I couldn’t breathe, either. My brothers and sisters were crying; clouds of “smoke” had filtered in through the gaps in the doors and windows. It was tear gas. My mother ran frantically through the house with wet towels trying to cover the faces and noses of her precious children. Of the ten little ones, I was the youngest. Despite the darkness, I saw my mother and father cry for the first time. I never would have imagined it. My mother cried huge tears that flowed from her eyes. I needed air, and I did not understand why my mother was covering my face with the wet towel. I thought she was trying to kill me, but I did not understand why. (Years later I understood it was to filter the tear gas.)

We could say that this type of protest repeated from time to time, every two or three years. But it was 15 years later, in August of 1989, when the students from the National University of Colombia, in Bogotá, overtook the central tower of the department of medicine, protesting the privatization of the institution. I was doing my obligatory military service, and I surprised myself by advancing on the students with a rifle in hand, marching in line with about 500 other soldiers, firing tear gas and prepared to overthrow the barricades of desks that the students had set up so that we could not remove them from the building. This time I had a gas mask, but it barely let me breathe. I believed that they were delinquent students who were opposed to a just government.

A couple of years later, in 1991, as a civil engineering student at the University of Cauca, I learned about the construction of dams and bridges, but I also learned how to build barricades with hundreds of desks that we took out of classrooms. We set up dams against the soldiers who were trying to remove us from the cloister of Santo Domingo. “They” were following orders. “We” were protesting against the new government policies. In defense of public education, we threw their own tear gas grenades back, and then we threw rocks, as we defended the ideal of rights to the public university. I believed the soldiers were ignorant savages who obeyed orders without thinking about the consequences.

At this point in my life, my heart still suffers for the injustices and pains that devastate my home country. But if I am thankful for anything of my destiny, it is that today I am not the one who signs papers to dispossess citizens of their fundamental rights; nor am I the one who commands soldiers who just follow orders, in some cases against students who fight for dignified causes; nor am I the one who directs inhumane operations against those who fight for the integrity of citizens, youngsters and children—any of us, really. Sadly, today in Colombia there are still gases in the air, whispers, cries; blood still spills, and the war is not over.

This great game of life has led me to take diverse positions. I have been the assaulted youngster, the soldier who defends his country against aggressors, and the student who fights for the right to an education. Now, at Milton Academy, I am living a new experience. Here tear gases are unknown and students do not need to defend their rights by throwing rocks or holding rifles. The priorities in this community are very different. There are new perspectives and consciousness where learning to use the pen, in harmony with justice, can bring great solutions to social problems.

Translated by Mark Connolly, modern languages department chair